Los fundamentos del laicismo no se circunscriben a la mera libertad de conciencia, pues, siendo éste un derecho individual fundamental, cobra su justa dimensión, a la par de otros derechos democráticos, en referencia al concepto republicano del Estado y al carácter universal de la condición de ciudadanía. Sólo si existe un espacio público que corresponde a todos (res pública), en el que nos situamos en un mismo plano en tanto que ciudadanos libres e iguales, es posible garantizar los derechos comunes, sin privilegios ni discriminación en función de las muchas particularidades e identidades que nos diferencian a los individuos desde cualquier otra perspectiva.
Esta consideración previa nos lleva a una delimitación precisa de la esfera de lo público y la esfera de lo privado. De ahí surge una primera exigencia, la de preservar materialmente el espacio público -por ser de todos- libre de cualquier tentativa de apropiación particular. En reciprocidad, desde ese ámbito de lo público, regido por leyes válidas por igual para todos y para cada uno, se debe garantizar el respeto al ámbito de lo personal y el ejercicio efectivo de los derechos individuales.
La confusión entre lo público y lo privado, más frecuente de lo deseable, es fuente continua de todo tipo de abusos y atropellos, en detrimento de la igualdad de trato y condiciones legales que fundamentan la convivencia dentro de una misma comunidad política (el laos griego).
El fondo del tema no es trivial: desde el punto de vista que aquí nos interesa, hace al caso de una correcta comprensión del principio de separación entre Estado e Iglesia (esencial para una posición laicista) y, por extensión, de la recíproca independencia entre el Estado y las múltiples entidades que integran la sociedad civil (esencial para la concepción de un estado democrático).
Sin pretender agotar un tema tan polifacético, quisiera hacer una modesta contribución a un debate que no es nuevo en el movimiento laicista, pero que es preciso clarificar para una orientación adecuada en la lucha por un Estado laico.
- Separación estricta o colaboración
1.1. Soberanía popular y Estado de Derecho
Aunque a día de hoy la influencia de distintas confesiones religiosas, no sólo social sino también política, sigue manifestándose en tratos de favor y acuerdos de privilegio incluso con gobiernos que se pretenden democráticos, las teorías que defienden la separación rigurosa entre Estado y organizaciones religiosas tienen ya una larga historia. Tras siglos de supremacía de la autoridad de la Iglesia (en el marco de la Cristiandad) y la supeditación del poder temporal al religioso bajo el fin común de “establecer el reino de Dios en la Tierra”, los Estados Modernos se van configurando, no sin graves conflictos y contradicciones, sobre la afirmación de su independencia con respecto a cualquier otro poder concurrente. Se abre paso la teoría, defendida entre otros por Maquiavelo en su obra EL Príncipe (1513), de que el Estado tiene sus propios medios y fines (el bien común, como ya había definido antiguamente Aristóteles), distintos y separados de los que conciernen a la Iglesia (la salvación de las almas). Lo cual no impidió que continuara el mutuo apoyo de conveniencia entre el trono y el altar, el confesionalismo explícito de muchos estados, o la mutación de algunos de ellos -a partir de la expansión de la Reforma y las guerras de religión- en pluriconfesionales (reconocimiento estatal de las distintas confesiones en presencia).
Los tratadistas políticos posteriores (Hobbes, Locke, Hume, Rousseau, Montesquieu,…), al situar la soberanía popular y el “contrato social” como únicas fuentes de legitimidad para todo poder civil, suministran las bases ideológicas en que se sustentarán las revoluciones liberales de los siglos XVIII y XIX. La soberanía de la nación, que toma su mejor expresión en la Revolución Francesa, reclama para sí y en exclusiva las competencias que hacen referencia a los derechos y deberes de todos los ciudadanos sin distinción, proclamando su autonomía y preeminencia con respecto a cualquier otro poder, a la vez que restituye al dominio público los bienes y espacios usurpados ancestralmente por instituciones privadas (monarquía, nobleza, clero,…). De ahí su confrontación con la Iglesia, que nunca ha renunciado a su antiguo papel tutelar, no sólo sobre la moral y conciencia de los individuos, sino sobre el propio Estado y sus leyes.
La libertad de conciencia, que paralelamente venía siendo reivindicada en el marco de las disputas religiosas (por ej., Pierre Bayle, a propósito de la persecución de los hugonotes), se convierte entonces en un derecho fundamental extensible a todos al margen del carácter de las personales creencias o ideas. La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, la recoge como libertad de pensamiento, opinión y expresión, porque el respeto a la conciencia personal queda en nada si no contempla su manifestación pública. Hecho histórico trascendental, puesto que, teniendo la libertad de conciencia fundamento en la propia racionalidad de los individuos humanos, su reconocimiento comoderecho dentro de una sociedad articulada en forma de Estado democrático (marco jurídico para garantizar derechos y deberes comunes) se convierte en requisito imprescindible para su ejercicio y expresión.
Resulta obvio, tanto en las declaraciones de la jerarquía eclesiástica como en su comportamiento práctico, que tales libertades nunca han sido aceptadas por la Iglesia. De hecho, no ha suscrito la Declaración Universal de Derechos Humanos. Tampoco se ha resignado a perder el control sobre la educación, monopolizado por ella durante siglos, en tanto se considera instrumento esencial para la formación de la conciencia moral y comprensión de nuestro mundo. De ahí que, frente a la terca resistencia presentada por los sectores clericales más reacios a perder antiguos privilegios, el Estado republicano reclama como competencia propia garantizar en un plano de igualdad los derechos universales de los ciudadanos. Entre ellos, y a modo de ejemplo, el de la educación a través de la Escuela Pública, que como tal ha de ser también laica.
Todo estado que se reclame como Democrático y de Derecho, no puede tener otros fundamentos que el de soberanía popular (que rechaza la injerencia de cualquier poder ajeno) y el de ciudadanía (que nos constituye en sujetos de iguales derechos y deberes). No obstante, contra una y otra se alzan las confesiones religiosas cada vez que intentan interferir en los asuntos de estado o procurar un reconocimiento público y privilegiado a la propia institución o al conjunto de sus fieles, separándolos de su condición de simples ciudadanos al mismo título que los demás. Pero es responsabilidad del Estado Democrático y de Derecho que en ningún caso prosperen tales propósitos contarios a las más elementales exigencias de una democracia.
1.2. Ciudadanía: distinción entre esfera pública y privada
Las connotaciones de igualdad y universalidad que integra el nuevo concepto de ciudadanía definen el ámbito de lo público y común (participación política, seguridad, educación, salud,…), cuya provisión y preservación competen al Estado y a sus instituciones. Pues los derechos individuales quedan vaciados de contenido sin las condiciones legales y materiales que los hacen posibles. Es en ese espacio compartido, donde se hace prevalecer la igualdad de todos a título de simples ciudadanos, en el que las particulares diferencias de origen, etnia, sexo, ideología, etc. no son tenidas en cuenta, porque no pueden ser fuente de privilegio ni discriminación.
Paralelamente, la esfera de lo privado (libertad de pensamiento y acción) debe contar también con las garantías del Estado de que no se vea menoscabada. Pero éste sólo asume una obligación en negativo: que sea respetada, no interferida, no limitada más allá de las exigencias superiores del orden público y de la compatibilidad con los derechos de los demás. Sin embargo, en ningún momento el Estado tiene obligación en positivo de promover o apoyar tal o cual iniciativa o ideología particular, porque supondría otorgar carácter público a lo que por su origen y finalidad sólo tiene carácter privado.
De ahí se deriva la distinción entre las cuestiones sometidas al derecho público y las que lo están al derecho privado, por más que sea una institución estatal, pero independiente del resto de poderes (los tribunales de justicia), quien deba garantizar el ejercicio y cumplimiento de ambos.
Esta delimitación de campos, entre lo público y lo privado, es la base sobre la que se fundamenta el Estado Laico, el que integra al conjunto de los ciudadanos en una misma comunidad de convivencia, que no admite trato desigual por razones de creencias o convicciones ideológicas, a la vez que no interfiere en aquellos aspectos que hacen referencia a la libertad y particularidades de los individuos (pensamiento, creencias, derecho a la intimidad y a la propia identidad,...). Para garantizar lo uno y lo otro, el Estado está obligado a rechazar la injerencia de lo privado en lo público, entendida como la imposición de intereses materiales o ideológicos particulares en el espacio de lo universal y del interés general. Pero, a la vez, se hace garante del respeto a los derechos individuales universales que ningún poder estatal ni circunstanciales mayorías pueden restringir a no ser por causas de fuerza mayor (los límites del bien común y los derechos ajenos antes señalados). Los derechos democráticos, como conquista histórica y racional de la humanidad, no pueden ser cuestionados en sí mismos. Sólo cabe discutir y aquilatar las mejores condiciones para hacerlos efectivos y no meramente declarativos.
Esa separación entre lo público y lo privado, y en referencia al terreno concreto de las creencias religiosas, es lo que ha venido a definir, en su justa acepción, la aconfesionalidad, neutralidad olaicidad del Estado. Éste, que es de todos, no profesa religión alguna (cuestión de conciencia y por tanto algo privado) o, si se quiere, ninguna confesión religiosa puede tener carácter estatal ni invadir el marco común que atañe al conjunto de los ciudadanos. A la vez, el Estado no entra ni se pronuncia sobre cuestiones estrictamente religiosas u otro tipo de convicciones personales.
Es preciso señalar que esta separación entre Estado e iglesias no es biunívoca (no se da entre dos poderes iguales e independientes en un mismo plano), pues el primero integra a la totalidad de la ciudadanía, mientras que toda organización religiosa tiene carácter particular, por mucho que a lo largo de los siglos -y para justificar un tratamiento de privilegio-, la Iglesia Católica se haya definido a sí misma como “sociedad completa y perfecta”. En tanto que asociación de carácter privado de individuos que profesan unas mismas convicciones o creencias, debe someterse como cualquier otra al marco jurídico común democráticamente establecido y no gozar de un estatus diferenciado.
1.3. El equívoco de la “colaboración” entre Estado e Iglesia
Sin embargo, el empeño de las distintas iglesias y confesiones en mantener prerrogativas del pasado y la debilidad de muchos gobiernos ante sus presiones, hace que persistan situaciones contrarias a los principios de un Estado de Derecho y Democrático. Por más que hoy se quiera desviar la atención cínicamente a los que son o se propugnan como estados islámicos, aún existen en la misma Unión Europea estados confesionales que se autodefinen como anglicano, luterano u ortodoxo. Incluso dentro de los que se declaran constitucionalmente como aconfesionales, no son pocos los estados que mantienen relaciones privilegiadas con las confesiones consideradas “mayoritarias”, especialmente con la Iglesia Católica, a través de acuerdos y concordatos. Donde el pluralismo religioso es un hecho, la aconfesionalidad formal, lejos de derivar en estados plenamente laicos, se ve negada con el reconocimiento institucional, financiación y colaboración con las distintas confesiones.
El “principio de cooperación” –ambigua reformulación de las antiguas relaciones a la que ahora se acoge la Iglesia obligada por las circunstancias- está recogido también en el artículo 16.3 de nuestra Constitución. Dicho principio, enarbolado hoy por las distintas confesiones, establece o permite establecer, mediante acuerdos que lo desarrollan, ciertos privilegios de las confesiones religiosas y obligaciones de los gobiernos para con ellas (distintas forma de financiación, exenciones fiscales, presencia en las instituciones públicas,…), que contradicen palmariamente el principio democrático de la separación entre Estado e Iglesia.
Algunos se escudan en sutilezas alegando que la Constitución define un estado aconfesional pero no laico, entendiendo lo primero en un sentido restrictivo (no hay religión oficial del Estado), pero sin las consecuencias legales y prácticas que conlleva la plena laicidad. En todo caso, por encima de la letra de la propia Constitución, está la vigencia admitida por todos los gobiernos de la “Transición democrática” (hasta hoy) de acuerdos internacionales como el Concordato de 1953 y los Acuerdos con la Santa Sede de 1979, que reconocen derechos en el ámbito nacional a un poder fáctico internacional (sólo por aberrante distorsión puede considerarse al Vaticano como estado al uso). En ellos se amparan relaciones de evidente confesionalidad, así como la escandalosa financiación pública de la Iglesia, algo que incluso los tibios liberales del siglo XIX le negaron tras proceder a la desamortización de sus bienes.
El problema no es de términos sino de contenidos y de los desarrollos legales que se pretenden justificar, pues todo concepto es susceptible de vaciamiento y perversión cuando existe voluntad de ello. Los sectores clericales pretenden justificar el supuesto derecho a contar con la “colaboración” del Estado invocando el concepto de laicidad positiva, abierta o inclusiva (el Estado no tiene confesión alguna, pero contribuye al mantenimiento de todas, permite su presencia e influencia en el espacio de lo público y les dispensa cierto trato de favor en consideración al carácter peculiar de su labor). Oponen ese concepto tergiversado al laicismo o laicidad a secas (estricta separación), que tachan deagresivos o fundamentalistas. Intencionadamente pretenden confundir la libertad de culto y el derecho a manifestar públicamente las creencias personales con su intromisión en las instituciones públicas o estatales, la participación de éstas en las actividades confesionales e incluso la exigencia de contribuir a su promoción.
Pero también los gobiernos que se pliegan a las presiones de las jerarquías religiosas tratan de justificar ese principio de colaboración o cooperación. Unas veces aluden a la función social que cumplen las religiones, en el sentido genérico atribuible a toda institución u organización social en la que participan un número determinado de ciudadanos, subrayando su más que discutible papel en la “cohesión social” (para otros, más bien de división y segregación), por no hablar de quienes aún les reservan un lugar privilegiado en la preservación de los “valores morales”. Como después aclararemos, no todo lo que es social (como parte de la sociedad o que tiene una dimensión social) debe tener por ello carácter público o estatal.
Otro de los argumentos justificativos, aparentemente más en consonancia con los nuevos tiempos, hace referencia al pluralismo, así de impreciso, que el Estado no sólo estaría obligado a garantizar sino también a promover. De ahí su deber de colaboración con las plurales creencias o ideologías y las organizaciones que las sustentan. Aparte de que los textos constitucionales y documentos de organismos internacionales suelen hacer referencia específica al pluralismo político (programas y partidos) que deben tener cabida en todo sistema democrático, de nuevo se incurre en una confusión de ámbitos y competencias. La sociedad es plural en sus múltiples manifestaciones (lenguas, etnias, culturas, tradiciones, ideas y creencias, agrupaciones en torno a intereses y aficiones,…). Los estados deben reconocer ese pluralismo de hecho, no obstaculizar sus legítimas y variopintas expresiones, no privilegiar a unas frente a otras. Pero su obligación específica consiste en hacerlas compatibles con un proyecto común de ciudadanía: el marco de derechos y deberes compartidos, el sometimiento a las mismas leyes para permitir el más amplio desarrollo de la personalidad y libertad de los individuos dentro de un espacio común de convivencia.
En modo alguno se deriva del respeto al pluralismo social un deber del Estado de promocionar tales o cuales ideologías o creencias particulares, porque, aparte de que en muchos casos pueden ser aberrantes, contrarias al desarrollo científico o al simple sentido común, sería convertir en público lo privado y, a la vez, romper la imprescindible distinción entre Estado y sociedad civil.
* Fermín Rodríguez Profesor de Filosofía Miembro de Europa Laica.Fuente: Laicismo.org.
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